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Juan Carlos Martínez Prado
"En un mundo de miedo y silencios oficiales se calcula que
“alrededor de 120.000 jóvenes en Ciudad Juárez entre los 13 y 24 años
—el 45 por ciento del total de este rango de edades—, actualmente no
tienen acceso al aparato escolar, ni eventualmente al mercado laboral”.
Junto a estas cifras del Colegio de la Frontera Norte, existen otras no
menos ominosas que estiman que en esta ciudad son jóvenes y pobres el
blanco favorito de ejecuciones y matanzas tumultuarias."
Ciudad Juárez, pandilleros o víctimas de la desocupación
I
A las 8:35 de la noche Marisol Argüelles y su novio Emilio Rodríguez
salieron despreocupados de su casa a comprar cerveza. Antes de llegar a
la ventanilla del establecimiento, dos muchachos de playeras deportivas y
zapatos de moda les apuntaron con pistolas y los obligaron
intempestivamente a bajar de su vehículo. A esas horas, la noche, sin
viento, hervía bajo la tortura del verano y las luces del oriente teñían
la ciudad de un ocre profundo.
Emilio tripulaba una Tacoma gris, modelo 2008, doble cabina, adquirida
por su padre dos años antes y que aún no terminaba de pagar. Antes de
salir de la casa Emilio le hacía bromas a Marisol y por su cabeza nunca
pasó la idea de que esa noche el angostillo de la tienda se convertiría
en una ratonera insondable de la cual difícilmente escaparían.
En su guerra por arrebatar clientes a la competencia, la cadena de
tiendas El Rapidito había construido estrechos pasillos de autoservicio
donde desde la ventanilla los ocupantes de los autos podía adquirir
cualquier chuchería.
Atrapados en medio de una hilera de carros, Marisol y Emilio quedaron
inmovilizados y a merced de los del coche de atrás. A la derecha del
callejón, pintada en la pared, destacaba una botella gigante de
Coca-cola que anunciaba con bastante ironía lo bueno de la vida.
—Si quieres seguir vivo, pendejo, no apagues el motor y deja tu cartera y
celular sobre el asiento trasero— le ordenó a Emilio con el arma
apuntada a la cabeza uno de sus captores.
A Emilio se le había trabado una sandalia en el pedal del freno, pero
disimuló con suficiente sangre fría el incidente, dejó todo lo que le
pedían y bajó en silencio del vehículo. Ni los ocupantes del automóvil
de adelante ni los empleados de la tienda se dieron cuenta de los hechos
hasta que Emilio pidió prestado un teléfono para comunicarse a su casa.
En los escasos minutos que duró el atraco, el pleito de los muchachos de
la Tacoma fue contra el pánico. La única puerta de salida fue la calma y
esa decisión, la de no poner resistencia ni ver la cara de sus
captores, los salvaría de una ejecución segura en los días en que en
Ciudad Juárez se seguía matando hasta por una mala mirada.
Como se podrá ver, la suerte de Emilio y Marisol no fue la misma de
Andrea Cárdenas López, una emprendedora y atractiva mujer que a sus 52
años había juntado lo suficiente para pasearse por la ciudad en un buen
auto y vivir disipadamente en un fraccionamiento acomodado. La mujer fue
asesinada de dos balazos en el tórax, después de oponerse al secuestro
de su hija Maribel Santiago, quien apenas unas semanas atrás se había
graduado de la High school en El Paso, Texas.
Los hechos sucedieron un martes de junio de 2010, cuando ambas mujeres
abordaban su vehículo parqueado a las afueras de un restaurante, donde
minutos antes habían comido un bistec de costilla, ensalada verde y
papas a la francesa.
El asesinato de Andrea Cárdenas López no evitó el secuestro ni la muerte
posterior de su hija, cuyo cadáver apareció abandonado un día después
en una calle poco iluminada de un suburbio al oeste de la ciudad.
Estos hechos que meses después se volverían comunes en el drama de la
vida fronteriza, instituirían entonces un sello distinto en el vórtice
de la descomposición juarense: los asaltantes de Emilio y Marisol, así
como los verdugos de las dos mujeres de las afueras del restaurante,
eran chavalos muy jóvenes —entre los 13 y 16 años—, y sus movimientos
mostraban el desenfado de alguien que tiene absoluto control en el
momento de acometer contra sus víctimas.
En esas fechas, las noches hurañas de Juárez cargaban ya con los
desvelos de la guerra del narco y a su pesadilla se sumaría una ola
delictiva nunca antes registrada. De manera sorpresiva, al tragaluz del
desierto se asomaba el rostro infantil de cientos de muchachos
transformados en agentes activos en la escena de los crímenes.
De allí para entonces no es extraño encontrarse con una ciudad
convertida en una trampa mortal para sus habitantes después de que
cientos de jóvenes desocupados han salido a las calles a cazar lo que
encuentran. Con el estigma de vagos, pobres e indeseables a cuestas,
ahora a muchos se les cargan otros adjetivos aceitados por la
discriminación y la propia incertidumbre ciudadana.
Por lo pronto el temor a los malandrillos ha dejado atrás otros temas en
la agitada cotidianidad fronteriza y tras el espasmo de la sangre y los
crímenes callejeros no cesan de golpear los zarpazos de una economía en
quiebra y los excesos de una estrechez salarial galopante.
Pero las historias de víctimas y victimarios no podrán ser cabalmente
contadas si no se conoce la madriguera donde, agazapados, habitan y
esperan por más sangre los legítimos responsables.
II
Transformado el ocio y la precariedad fronteriza en un codiciado negocio
para las bandas del narcotráfico, la irrupción de la delincuencia
juvenil, y su vertiginoso aumento, ha terminado por develar la
existencia de una enorme ciudad desestructurada y hambrienta, medio
siglo después de la imposición del modelo maquilador como gran panacea.
Nunca antes como ahora, los juarenses habían sentido tanto miedo por la
inseguridad y la falta de empleo. Tampoco antes estuvo en su mira que la
actual crisis de violencia y desocupación la generarían las mismas
estructuras sobre las que se asentó su futuro: industrialización
acelerada, narcotráfico, impunidad, corrupción y ausencia total de
políticas sociales.
Mientras la prosperidad de la maquila y los dineros del narco se
enseñoreaban en esta frontera, el espejismo del Estado benefactor hacía
lo suyo en el sur del país y bajo las tesis del peor control social
atenuaba, en la década de los ochentas, algunos índices delictivos
mediante un relativo crecimiento económico.
Pero esos eran otros tiempos. Eran épocas en que las finanzas públicas
crecían al seis por ciento anual en el país y el gobierno ejercía
subsidios sociales englobados en la era del New Deal mexicano.
Hoy, las cosas han cambiado en el norte y en el sur y los nuevos vientos
arrastran con rudeza la arenilla en esta frontera. En esta atmósfera,
el crepúsculo del modelo económico y la rebaba de las guerras inventadas
para esconder sus fracasos han empujado una porción importante de
jóvenes juarenses a incorporarse a los distintos ramales de los cárteles
de la droga, cuyas elites y mandos medios han diversificado sus
mercados y aumentado sus actividades delictivas en los últimos años.
Analistas cercanos al fenómeno de la violencia fronteriza estiman que la
ruina del presidente Felipe Calderón en su ataque a los grupos
delictivos, principalmente en ciudades como Juárez, se debe a que desde
un inicio el gobierno mexicano nunca decidió atacar de manera precisa
los flancos neurales del narcotráfico. En lugar de neutralizar las rutas
de distribución, comercialización y financiamiento de los grandes capos
de la droga, su política ha ido en el sentido de profundizar las pugnas
y disputas entre los cárteles obligando a los más débiles a mutar sus
actividades criminales por otras más violentas y rentables como el
secuestro, la extorsión y el robo de vehículos.
Al cártel del Chapo Guzmán y de Vicente Carrillo y otras pandillas
aledañas se atribuye estar detrás de las últimas mareas de secuestros,
extorsiones, homicidios y robo de autos, delitos que se convirtieron a
partir del 2008 en el peor dolor de cabeza para la ciudad. Semejante
desastre no pudo estremecer a Juárez sin el involucramiento de segmentos
importantes de todas las policías.
Sentados a la mesa de un banquete de sangre al que no pidieron ser
invitados, cientos de púberes han mordido el anzuelo de ese mundo a
cambio de un salario atractivo y un peldaño de poder más alto en la
estructura social de los desechables. Es a ellos a quienes hoy el
narcotráfico recluta, arma y saca a las calles para poner al día el
calendario de su brutal poderío.
A diferencia de un empleo mal pagado en la maquila, los cárteles han
abrigado la orfandad de los barrios miserables y en su hambruna de ser
alguien y obtener algo en la vida, los retoños optan por una existencia
provisional y fulminante, edulcorada entre el sueño de las drogas, los
autos lujosos y las marcas de moda.
En un mundo de miedo y silencios oficiales se calcula que “alrededor de
120.000 jóvenes en Ciudad Juárez entre los 13 y 24 años —el 45 por
ciento del total de este rango de edades—, actualmente no tienen acceso
al aparato escolar, ni eventualmente al mercado laboral”. Junto a estas
cifras del Colegio de la Frontera Norte, existen otras no menos ominosas
que estiman que en esta ciudad son jóvenes y pobres el blanco favorito
de ejecuciones y matanzas tumultuarias.
La violencia ha ganado la ciudad y aunque después de cuatro años de
acoso sistemático hoy parece haber la percepción de que su tamaño se ha
reducido, lo cierto es que mientras siga existiendo el abandono
gubernamental en los suburbios el flagelo seguirá persiguiéndonos, dice
Gustavo de la Rosa Hickerson, visitador de la Comisión Estatal de
Derechos Humanos.
La exclusión, la pobreza y el abrasivo pleito entre la mafia por la
plaza, explica que ahora los adolescentes infractores, como los
tipifican las leyes penales del Estado y otros que alcanzan la mayoría
de edad constituyan en Ciudad Juárez una marabunta mucho más propensa al
delito que en épocas anteriores.
En el primer semestre de 2008, por ejemplo, los tribunales
especializados en menores recibieron 96 expedientes contra jóvenes
acusados principalmente de delitos de robo, secuestro y homicidio. En el
mismo periodo de 2011, esas mismas instancias llevan ya registradas 307
carpetas de imputaciones relacionadas con los mismos delitos. Por si
mismas estas cifras revelan un crecimiento del 309 por ciento de esos
delitos, a parte de los cientos de casos que no son reportados.
Al desaliento de estas cifras se suman otras que indican que de 2007 a
octubre de 2010, 2.456 menores han purgado condenas en la Escuela de
Mejoramiento Social, una institución caracterizada por ejercer castigos
inhumanos en la rehabilitación de sus jóvenes prisioneros.
Ante estas y otras cifras registradas, lo incomprensible es la
reticencia del gobierno y los grupos de poder económico locales de
examinar a fondo lo que hay detrás del crecimiento desmesurado del
crimen, en un lugar donde es evidente el colapso moral del sistema y el
desmoronamiento de todas las estructuras legales.
III
La escalada de terror con sus más de siete mil muertos en los últimos
cuatro años y medio ha transformado a Juárez en una de las ciudades más
peligrosas del mundo y ha contribuido a hundir sus cimientos económicos
en las aguas negras de una crisis sin precedentes. Lugar deficitario en
muchos sentidos, el estrepitoso fracaso de la guerra calderonista contra
el narco y la crisis manufacturera mundial han golpeado a este
municipio del norte mexicano como a ningún otro y su desastre económico
es ahora digno de los peores indicadores: 80.000 empleos perdidos de
mediados de 2007 a la fecha, 250.000 juarenses expulsados por miedo y
falta de trabajo, 10.000 negocios clausurados, 116.000 casas desocupadas
y más de 12.000 niños huérfanos por las ejecuciones.
Esta realidad desastrosa ha transformado a Ciudad Juárez en una
metrópoli agotada. En cuatro años la metástasis del un cáncer insufrible
penetró su cuerpo y su mal ahora la iguala a un pedazo de jungla
globalizada, en cuya alma se cauterizó la historia y se deslavaron los
principios de vida comunitaria para seguir otros privativos del
individualismo y consumo tiranos.
Es en esta atmósfera donde se mueven los jóvenes juarenses de principios
de siglo. Un mundo descarnado y caótico donde cientos de ellos, muchas
veces sin habérselo propuesto, han saltado a las calles para convertirse
en actores de un pavoroso clima dominado por balaceras a plena luz del
día.
Paradigma de la prosperidad y la bonanza en otros tiempos, Juárez vive
hoy los casos criminales más traumáticos de su historia en la medida que
estos menores han hecho suyo el ritmo de las calles y le cobran a los
demás una abultada factura de desprecio y abandono.
Si es cierto lo que dicen Manero y Villamil que “cuando el abismo entre
las clases ricas y poderosas y las clases subalternas aumenta, también
aumentan la violencia y la delincuencia”, entonces es inequívoco pensar
que la vida en Juárez no esté hoy muy lejos de esta disyuntiva.
Muchos de los indeseables que ahora roban y matan sin piedad son los
hijos de la maquila. Los hijos de nadie. Los maltratados y abandonados
de siempre. Esos que no nacieron con un arma en la mano pero ahora que
la empuñan no dudan en apuntarla a la conciencia de quienes los
olvidaron.
Este celo mantiene en estado de alerta a los juarenses y su decisión de
salir a las calles los ha obligado a instruirse en las más primitivas
reglas de convivencia cotidiana, donde tampoco queda descartada la
eventual circunstancia de toparse con las hordas y caer a media banqueta
tras el tableteo de su fuego asesino. Los homicidios dolosos son la
síntesis más cruda de la violencia en Juárez y su reguero se mueve por
todas partes incluyendo estacionamientos, parques deportivos, sitios
cercanos a escuelas e iglesias de todos los credos.
Detrás de todos estos actos delictivos existe la necesidad de apropiarse
materialmente de lo excluido y prevalece un irresistible sentimiento de
rencor y venganza por parte de quienes los cometen.
Ese podría ser el resultado de la drástica polarización de la ciudad por
la diferencia de ingresos que genera el mejor caldo de cultivo para la
aparición del resentimiento social, dice César Fuentes Flores,
experimentado demógrafo del Colegio de la Frontera Norte, quien se ha
pasado los últimos quince años de su vida quebrándose la cabeza para
descifrar los misterios existentes alrededor de las crisis padecidas en
Juárez.
La crisis actual de violencia e inseguridad está vinculada con el mundo
sin futuro de los jóvenes y su cambio en términos culturales se debe a
que la educación dejó ser para ellos una opción de vida social, dice
este investigador con un doctorado en ciencias sociales por la
Universidad de California.
Para Fuentes Flores, algo que caracteriza la crisis de inseguridad en
Ciudad Juárez es que, a diferencia de otras ciudades, aquí se vive una
natural articulación entre las pandillas juveniles y el crimen
organizado, circunstancia aún no localizada en otras latitudes.
Esto quizá explique el hecho de que la última ola de homicidios en la
ciudad —más de siete mil en cuatro años—, pudieron haber sido cometidos
en un 70 u 80 por ciento por jóvenes, pertenecientes a los Aztecas y
Mexicles, dos de las pandillas más temerarias de la frontera y por otras
gangas formadas al calor de la demanda de los cárteles de la droga,
según datos de la Fiscalía del Estado.
La vinculación inmediata con la cultura norteamericana y las huellas del
mercado mediático sobre la psique de los jóvenes juarenses pudieran
también estar detrás del ritmo vertiginoso con que han entrado sus
vidas.
La dimensión de lo geográfico desentraña la naturaleza de una ciudad
porosa por donde entran las drogas a Estados Unidos. Pero también revela
la existencia de construcciones subrepticias por donde el narco filtra
las armas con que libra sus guerras y Wall Street introduce sus códigos
para que prospere en traspatio la educación global.
Si la anterior tiene algo de sentido, entonces no es extraño que los
jóvenes de esta zona constituyan los primeros grupos de la sociedad
latina, fuera de los Estados Unidos, hechizados por el aparato de las
nuevas tecnologías.
Los juegos de vídeo y e internet por lo pronto han cambiado la fisonomía
de la sociedad contemporánea y han marcado a la población joven del
planeta anclada frente a sus pantallas.
Las comunicaciones masivas imponen patrones, gustos y conductas y
algunos de estos moldes no dejan de estar vinculados con la violencia
juvenil que se mueve en Juárez y en el fondo de las otras grandes
periferias del mundo.
IV
Frente a la puerta de la casa de Bryan la oscuridad de la calle impidió
ver el rostro de los hombres que bajaron de una van azul dos cuernos de
chivo, un rifle de asalto R-15 y tres pistolas nueve milímetros.
Las armas servirían, según se enteraría Bryan una tarde anterior, para
hacer un jale en un restaurante de la avenida Jilotepec. Bryan estaba
morreando cuando sonó su LG touch screen. Se levantó del sofá donde veía
acostado con su novia Pinky Cerebro por la televisión. Apenas timbró el
teléfono le dijo a Elisa que se fuera y que la vería un día después. La
orden recibida desde su celular era precisa: había que eliminar a un
restaurantero en el momento en que éste entregaría la cuota a un
integrante de una banda rival.
Cinco muchachos fueron los que acompañaron a Bryan esa mañana. El
Halcón, apostado en contra esquina de la tortería El Globo Verde, avisó
diez minutos antes que la mesa estaba servida. Adentro se hallaban el
propietario del negocio, pocos clientes y El Pantera, un muchacho de 18
años que servía como cobrador de piso de los rayados, como les denomina
la jerga barrial aquí a los miembros de La Línea.
El Pantera no terminó de comer su torta de colita de pavo. Su cabeza
quedó pegada a la mesa después de haber sido destrozada por dos balazos
de una escuadra humeante nueve milímetros. El propietario intentó huir,
pero su esfuerzo fue infructuoso. Fue alcanzado a media cuadra de su
negocio por un delgado arqueo de balas escupido por el cuerno de chivo
de Bryan. Su muerte, como el del Pantera, dijeron los médicos legistas,
fue instantánea.
Pero la suerte no estuvo del todo al lado de los homicidas. Fueron
capturados en el momento que emprendían la retirada cuando una patrulla
de federales se cruzó por su camino. La policía mató a uno y los otros
cinco fueron desarmados. Bryan dijo a la policía que tenía 17 años y que
pertenecía a Los Doblados, como se conoce a la banda de Los Artistas
Asesinos o Doble A, una vertiente pandilleril de los Mexicles
subcontratada por el Cartel de Sinaloa.
Las acciones de estas dos pandillas se volvieron más virulentas en la
medida en que el terror del narco ganó la plaza y la disputa por la
ciudad se convirtió en una deuda capital tanto para uno como para otro
grupo.
Bryan había sido reclutado en los primeros días de mayo de 2009. Primero
le dieron a cargo un radio de alta frecuencia, un celular y una
pistola. Lo dejaron hacer algunos trabajillos por su cuenta hasta el día
en que se estrenó como matón. Bryan, como puede verse, no alcanzó a
graduarse. Tampoco alcanzó a cobrar los cinco mil pesos que les habían
prometido de la doble ejecución por la que ahora paga con cárcel.
Bryan nació y creció en la misma colonia del Franqui, un muchacho que a
sus 17 años parece condenado a pertenecer al círculo de los que a su
edad si no los matan o encierran terminarán olvidados en los márgenes de
cualquier vereda.
Hace un año y medio el Franqui se empleó en una desponchadora de llantas
en su barrio, pero el negocio cerró en febrero pasado, después de que
su propietario, George, el pinche gordo, fue baleado por negarse a pagar
cuota a unos vecinos suyos, camuflados como gente de La Línea, el brazo
armado del Cártel de Juárez.
Los responsables de la muerte de George, identificados por sus próximos
como chavalos muy bragados, antes de matarlo se habían encarnizado
contra su mujer y dos de sus hijos menores, según me cuenta el Franqui, a
quien encuentro recostado en el umbral de una tienda de abarrotes donde
me apeo para comprar cigarrillos y agua embotellada.
Después de recorrer varias cuadras de ese lugar, cualquiera se daría
cuenta que pisa el intestino juarense y que allí la desconfianza mutua
es el sello inequívoco de los lugares en guerra. Grafitis descolorados y
cientos de casas en ruinas y abandonadas descubren el alma destrozada
de Tierra Nueva, una colonia ubicada en una de las periferias más
violentas de la ciudad, fundada y crecida en el sur oriente para dar
cobijo a miles de migrantes establecidos allí desde los años ochenta.
Tierra Nueva es solo una de las 14 colonias ubicadas en una geografía
crítica, empobrecida y desarbolada, donde el gusto por matar casi
siempre está antecedido por cualquier negocio mal hecho con las mafias
del narco.
Los brazos del Franqui son delgados. Parecen dos huesudas tenazas cuando
se estiran hasta la bolsa de los pantalones para sacar una cajetilla de
Marlboro aplastada. En el omóplato izquierdo lleva tatuados dos nombres
abismales: el de su novia, levantada en los duros días de enero, y el
de su más afectivo compa, El Doblado, que buscó nuevos aires y cambió
recientemente de bando.
El Franqui es de tez morena y ojos hundidos. Para llegar a su barrio hay
que atravesar más de la mitad de la ciudad y transitar entre calles
terregosas y habitantes sin empleo. Ve todo de reojo. Intenta encender
el cigarrillo pero se arrepiente. Finalmente se queda con el pitillo
pegado a los labios. Se espanta las moscas de la cara con una mano y
vuelve a ver hacia la esquina. Dice que dejó la escuela hace más de tres
años. Lo hizo porque su madre los abandonó, a él y a su hermana, en
casa de su abuela.
No le gusta abordar el tema familiar. Sin embargo, cuenta que su mamá,
cansada del mal trato de su padre y del bajo salario en Valeo Wiper
Systems, una fabrica dedicada a la manufactura de accesorios y partes de
automóviles, un día decidió irse para el otro lado. De vez en cuando,
ella se comunica por teléfono y manda un poco de dinero a través del
banco Azteca, en cuyas sucursales los extorsionadores han abierto en
Juárez el mayor número de cuenta para sus depósitos, según indagaciones
de algunas autoridades locales.
En el arenoso paraje donde vive el Franqui todo parece manoseado por el
calor y las moscas. Es agosto. Mientras unos muchachos corren de una
esquina a otra, azuzados por dos patrullas de la Federal, la temperatura
no cede los 42 grados centígrados.
—Me urge hacer uno que otro jale. Dígame dónde vive para ir a robarlo—me dice. Su tono parece serio.
—No se crea, es pura broma, míster— rectifica y suelta la carcajada.
El Franqui, como ya se dijo, no le agrada conversar sobre su familia.
Parece que esto lo incomoda y no insisto sobre el tema. Decido bordear
por el asunto de su antiguo patrón y aunque se da cuenta de mi treta,
finalmente muerde el anzuelo.
Eso sí que estuvo bien gacho, me dice. A la mujer de George, el pinche
gordo, cinco bueyes la bajaron de la rutera y la treparon junto a sus
dos hijos pequeños a una cherokee color arena.
Antes de llevársela, otros putos llegaron con los de la camioneta,
sacaron a los niños y los metieron a otra troca. Rosalba, como se
llamaba la mujer, puso resistencia. Gritó. Alcanzó ponerle un chingadazo
a uno de ellos, pero no pudo descontarlo.
Al final, se impuso la fuerza. El silencio y miedo de todos fueron dos
enemigos más que saltaron a su lado. Nadie se metió, porque de hacerlo
ahora muchos estuvieran muertos.
El cuerpo de ella apareció cercenado de los brazos y sin cabeza. Unos
chóferes de una rutera, al bajarse a mear, descubrieron su cadáver
tirado en uno de los costados de la carretera que conduce a Villa
Ahumada.
De los dos chavalitos nunca se supo. El Franqui supone que los niños
fueron vendidos a una banda de traficantes de órganos para cobrarse la
cuota que se negó a pagar el pinche gordo.
Que le costaba al cabrón. Ahorita tendría negocio y familia. Estaría
vivo el pendejo. Pero se quiso pasar de marrano, dicen que manifestó uno
de sus asesinos al bravuconear que todo el sureste de la ciudad sigue
estando en poder de La Línea y que son puras pinches mentiras que allí
mande el Chapo y los putos Doblados.
En ciudad Juárez, como en otros sitios calientes, a los matones suele
írsele la lengua, sobre todo cuando están borrachos y acompañados de
mujeres.
Sobre el asesinato de George y su esposa la prensa no publicó nada. La
desaparición de los dos niños ganó algunas líneas en la página
policiaca, pero del que si nadie habló fue de Daniel, el tercer hijo de
este matrimonio martirizado.
Daniel era un chingón. Siempre le fue bien en la escuela. Era puro diez.
La seguridad con que se movía en la secundaria tenía cautivada a su
maestra de matemáticas. Dos que tres morritas se dieron unos chingadazos
por él. Pero él nunca las peló.
Siempre estaba ocupado. Después de la escuela, por las tardes, ayudaba a
su padre en la desponchadora. El resto del tiempo lo dedicaba a hacer
las tareas de la escuela y a escuchar a su tío Justiniano, quien le
hablaba de montañas escarpadas y lagos profundos de la sierra
Tarahumara.
Al viejo y al sobrino les había ganado el gusto por sentarse en las
tardes en el patio trasero y estrecho de la casa a escuchar música
norteña. Se habían entrañado con los Bravos del Norte, cuyo acordeón
sobresalía como un halo extraño entre girones de música hip hop, pasito
duranguense y tonadas de Joan Sebastian, provenientes del caserío
vecino.
Cuando Daniel cumplió dieciséis años rechazó la invitación de otro tío
para ir a California. Prefirió viajar con Justiniano a la sierra en unas
vacaciones de verano. Daniel dijo un día a algunos amigos que la sierra
estaba fregona, porque era un pedazo del mundo donde el alma todavía
estaba arbolada.
Daniel creció en medio de un océano de arena. Pero el paisaje ocre y
plano de su entorno nunca lo desanimó. Tenía la esperanza de ver otros
cielos. Por su tío sabía de lugares donde brotaba clorofila y pájaros
opalinos bebían agua en el estanque de los ríos.
Lo primero que me llamó la atención de la historia del Franqui es que
estuviera tan enterado de la vida de Daniel, en días en que se había
decretado en los barrios un tácito arreglo que consistía en no cruzar el
lodazal de la intimidad ajena, en caso de que se estimara la vida. Pero
el Franqui me aclaró que el Dany era el mismo bato del nombre que
llevaba tatuado en la espalda. Su mejor y más afectivo amigo.
Nadie supo cómo y cuándo Daniel se hizo parte de Los Aztecas, una
pandilla arcaica que ahora opera bajo órdenes del Cártel de Juárez, ni
cuándo se pasó al bando enemigo. Lo cierto es que esta deserción pudo
ser la que pudo haber costado la vida a George y Rosalba, sus padres,
infortunados.
Pero lo más cabrón, dice el Franqui, es que el Dany hizo sus cosas en la
tiniebla. En el barrio lo tenían por un bato calmado. Nunca supieron a
qué horas operaba ni en qué punto de la ciudad.
Su historial delictivo se destapó tiempo después. Se supo de él hasta
que la Policía Ministerial desbarató a una banda de secuestradores y
extorsionadores en el suroriente de la ciudad. A pesar de sus escasos
dieciocho años, Daniel, según dijo la policía, era la cabeza más visible
de una banda sanguinaria que durante los últimos años había asolado el
centro y oriente de Ciudad Juárez.
Como las historias del Franqui y el Doblado existen miles en la
frontera. Son parecidas a la de otros de quienes el gobierno y el
escarnio público no se hacen cargo, sí no es para clamar penas más
severas en su contra. Y mientras la política criminal cada día es más
punitiva, el mal no duerme y sigue al asecho de los nadies, según diría
Galeano.
V
Si el ala izquierda del segundo piso del Colegio de la Frontera Norte
tuviera más ventanas desde allí podría divisarse una especie de bodegón
cuadrado y plano, de paredes blancas y rojas. Este edificio sombrío
alberga a El Jocker, el mejor sitio de la ciudad para ver y tocar
mujeres sin ropa. El lugar es famoso por sus mujeres estimulantes y
seductoras. Lo es, además, porque en sus puertas se han registrado
balaceras, levantones y ejecuciones entre hombres ligados al narco.
La ubicación del Jocker en Avenida López Mateos y La Raza pudiera ser la
confirmación más cínica de que en esta frontera duermen lugares de
todas las inspiraciones en la misma cama. Aquí no es difícil encontrar
desde una escuela hasta una iglesia al lado de un expendio de droga. El
sofisma en todo caso es que en Juárez nadie se mete con nadie y las
barreras morales, si se tienen, es mejor dejarlas en casa.
A menos de una cuadra y media de El Jocker, funcionan desde hace varios
años las oficinas del Colegio de la Frontera Norte, pero cerca de allí
también existen más de una escuela, un kínder, una hamburguesería, con
juegos para niños, y varias funerarias, por si a caso.
El Colef es una institución dedicada desde hace más de 25 años a la
documentación urbana. Algunos de sus miembros e investigadores, pese a
las presiones económicas y seducciones sutiles del Estado, han ganado
fama por ser cirujanos pertinaces, disecadores de temas y casos
polémicos en las fronteras mexicanas.
De hecho esta es una de las escasas instituciones de la ciudad en que
sus intelectuales trabajan para desandar los caminos por donde han
ocurrido los peores cataclismos urbanos, como es el caso de los
feminicidios, asesinatos horrendos contra mujeres, cuyas páginas
sangrientas dieron vuelta al mundo la década pasada, sin que hasta la
fecha se hayan plenamente esclarecido ni detenido a sus verdaderos
responsables.
En uno de los cubículos de ese centro se escucha la voz de César Mario
Fuentes Flores, investigador de tiempo completo y ahora director del
Colef en Ciudad Juárez. Fuentes Flores es quizá uno de los demógrafos
que mejor explica la ecuación que existe atrás de la pasada prosperidad
económica de esta frontera y de la reciente irrupción del crimen, como
una forma de vida, principalmente entre muchos jóvenes juarenses.
Para este investigador, originario de Castaños, Coahuila, es necesario
regresar por lo menos tres décadas y media para entender lo que sucede
hoy en Ciudad Juárez. De acuerdo a su tesis, para llegar allí es
imprescindible descifrar los códigos de una relación clave entre
factores combinables: sociedad, ubicación geográfica, industria, suelo y
migración. Sobre estos cimientos se ha sostenido, dice, la armazón de
un explosivo proyecto urbano que para desgracia de muchos y provecho de
pocos priorizó la ganancia y olvidó el factor humano.
Fuentes Flores se refiere al fenómeno de la maquilización, iniciado en
los años tempranos de la década de los setentas, cuyos procesos
impactaron para siempre el rostro demográfico de la ciudad.
Fruto de su ubicación geográfica y localización a un lado del país más
rico y poderoso del mundo, Ciudad Juárez se transformó en pocos años en
una urbe-imán que atrajo grandes oleadas migratorias en busca de los
empleos no creados en otras partes del país.
La mano de obra barata y la distancia con respecto a los grandes centros
de almacenamiento y distribución mundial de la ciudad multiplicaron las
ganancias.
Ciudad Juárez sedujo al capital trasnacional debido a que la producción
de un arnés aquí había solo que restarle un dólar de su precio en el
mercado. Desde esta perspectiva, según algunos teóricos de la
globalización, la ciudad nunca dejó de girar alrededor de la órbita de
los procesos de centralización de las actividades productivas de los
países desarrollados hacia lugares del tercer mundo, apunta Fuentes
Flores, mientras consulta en su ordenador algunos datos estadísticos.
Como era de esperarse, la industrialización benefició, al margen del
capital foráneo, a grupos de inversores locales. Con esta dinámica llegó
aparejada la fiebre del suelo, cuyo clímax cruzó para siempre a
familias como Zaragoza, Fuentes, Arelle, Bermúdez, Boone Menchaca, Urías
y Fernández, entre otras. Fue entonces cuando por la corriente
sanguínea de la oligarquía local empezó a circular el amor por la
especulación inmobiliaria.
Alguna vez Gustavo Elizondo, ex presidente municipal de Ciudad Juárez y
empresario dedicado a la construcción, dijo que la renta de una nave de
maquila en la frontera podía costar, a finales de los años ochenta,
hasta 25.000 dólares mensuales, valor que se desplomó con la recesión
norteamericana de 2008 y la reciente contracción económica de Europa y
Asia.
Pero si la maquilización de la frontera propició entonces rentas
generosas para los bolsillos de las clases acomodadas, sobre la espalda
de alguien tenía que caer el peso de la mítica prosperidad juarense.
Detrás de las carretadas de dinero que llegaron en los furgones del
capital forastero, los migrantes fueron los que pagaron los platos rotos
de la gran fiesta maquilera.
Si bien es cierto que la industria golondrina creó una gran cantidad de
puestos de trabajo, la realidad es que el 70 por ciento de estas plazas
se concentraron en las líneas de producción con muy bajos salarios.
Esta disparidad salarial instituyó una polarización social en términos
de ingreso, lo que significó, según Fuentes Flores, que la mayor parte
de la migración empleada en las maquilas tuvieron que instalarse en la
periferia de la ciudad y sus sueños de una vida digna quedara truncada y
reducida en los márgenes del mercado del suelo y la vivienda.
La segregación socio espacial (este es un término acuñado por el
investigador) a la que se sometió la clase trabajadora provocó la
aparición de una ciudad fantasmal y peligrosa, separada y fragmentada
precisamente por el tipo de ingreso.
Por ejemplo, es en el poniente donde aparecieron los primeros suburbios
de trabajadores empobrecidos a partir de la invasión de predios
irregulares. Este régimen de apropiación fue impulsado por de líderes
corruptos del Partido Revolucionario Institucional, quienes tras
prometer a los colonos la regularización de sus predios, les cobraban
cuotas y los mantenían cautivos, atrás de una espesa malla de control
social que favoreció a ese partido en tiempos electorales.
En el suroriente se generaron programas de vivienda popular, pequeñas
villas de miseria, compatibles con los salarios que pagaban las
fábricas. Mientras tanto, el nororiente se enseñoreó con mansiones
rodeadas de lujos impensables.
Esta polarización geográfica propició una marginalidad extrema y creó
profundos resentimientos en una gran parte de la sociedad. En este
mundo, la maquiladora rompió, dice Fuentes Flores, moldes culturales,
pero fue incapaz de instituir otros que generaran beneficios para los
trabajadores.
La maquiladora absorbió a las mujeres quienes perdieron también y para
siempre el calor y la intimidad de la vida familiar al abandonar la
educación de sus hijos en manos del barrio.
Gustavo de la Rosa, visitador estatal de los derechos humanos, quien
vive entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas, después de que en 2010
recibiera amenazas de muerte por grupos no identificados que pudieron
haber estado operando durante ese tiempo en el interior de algún grupo
mafioso vinculado al Ejército, dice que es en el terreno social y
económico donde siempre ha fallado el gobierno y los grupos
empresariales que se beneficiaron de la otrora bonanza fronteriza.
Sólo que ahora, dice de La Rosa, son más evidentes las reticencias e
intrigas en el tema de inversión de dinero público y privado para
iniciativas sociales.
De la Rosa se refiere a la escasez de fondos públicos para enfrentar los
rezagos en circunstancias particularmente agravadas en la frontera,
luego de que una buena parte de la industria maquiladora ha parado su
funcionamiento y ha desocupado a miles de trabajadores y de que el
floreciente dinero del narcotráfico se ha vuelto ojo de hormiga.
Los que ahora están pagando el pato son los jóvenes a quienes pareciera
se les está usando de carne de cañón para limpiar la ciudad, dice de La
Rosa mientras toma un whisky con hielo y agua mineral en el bar del
hotel Camino Real del centro de El Paso, Texas, y demanda que en este
tema el gobierno mexicano asuma su responsabilidad.
Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, Mexico (y
reside desde hace 25 años en Ciudad Juárez, Chihuahua, México.) Es
periodista independiente y ha publicado en varios periódicos mexicanos.
(Algunos de sus textos han aparecido en "The Clinic" (Chile)
"TrovareLAMERICA" (Argentina) "Emmequis", "Replicante" y "Arrobajuarez"
(México)) En FronteraD ha publicado Lomas del Poleo: detrás del
despojo, la avaricia y Ciudad Juárez, la frontera olvidada
Tomado de FronteraRed